En la madrugada del 30 de septiembre de 2024, Nicaragua fue testigo del fallecimiento de Humberto Ortega, una figura central en el turbulento panorama político del país.
Su muerte, ocurrida a las 2:20 a.m. en el Hospital Militar de Managua, marca el fin de una era caracterizada por la violencia y el autoritarismo que él, junto a su hermano, el actual dictador Daniel Ortega, impusieron sobre la nación.
Humberto Ortega, más que un simple hermano del dictador, fue un estratega militar y un ideólogo del movimiento sandinista. Durante las décadas de los 70, 80 y parte de los 90, su influencia fue decisiva en la ejecución de crímenes de lesa humanidad que dejaron una huella imborrable en la historia de Nicaragua.
Su legado es uno de terror y represión, donde miles de vidas fueron sacrificadas en nombre de una ideología que prometía liberación pero que, en realidad, trajo consigo sufrimiento y muerte.
El impacto de sus acciones no solo se sintió en el ámbito político, sino que también afectó profundamente a las familias nicaragüenses.
Un ejemplo personal de este dolor es el asesinato de Anastasio, tío del autor de este artículo, quien fue cobardemente asesinado en Paraguay, 14 meses después de entregar el poder al Congreso Nacional de Nicaragua en 1979. Este acto, como muchos otros, fue orquestado por Humberto y sus aliados, dejando un rastro de sangre y dolor que aún persiste en la memoria colectiva del país.
La muerte de Humberto Ortega nos ofrece una oportunidad para reflexionar sobre el papel que él y su hermano han jugado en la historia de Nicaragua. Nos recuerda cómo las decisiones de unos pocos pueden afectar las vidas de millones durante años, incluso décadas.
Es un llamado a aprender de los errores del pasado para no repetirlos, a recordar las atrocidades cometidas para que nunca más se permita que tales crímenes se repitan. Aunque el cristianismo nos enseña a perdonar, no debemos olvidar.
El respeto por las miles de vidas jóvenes que fueron forzadas a participar en una guerra que no deseaban es una lección que no puede ser ignorada. Las torturas y asesinatos perpetrados bajo el mando de Humberto son un recordatorio de la crueldad que se vivió y que no debe volver a ocurrir.
Hoy, la desaparición de Humberto Ortega no es un motivo de lamento, sino una oportunidad para interpretar su muerte como el fin de una era deplorable. A pesar de sus intentos por presentarse como un pacificador en sus últimos años, el pueblo nicaragüense, despierto y consciente, no le permitió continuar con su legado de crueldad.
Con la partida de figuras como Tomás Borge, Hugo Torres y ahora Humberto Ortega, queda la esperanza de que el Señor no tarde en llevarse a los que aún faltan, aquellos que han sido responsables de tanto sufrimiento. Este es un momento para recordar que los actos criminales de lesa humanidad no deben ser permitidos nuevamente en nuestra historia.
Las mentiras y desinformación que han caracterizado al sandinismo deben ser expuestas para que las nuevas generaciones aprendan de ellas. La muerte de Humberto Ortega es un recordatorio de la necesidad de justicia y verdad en Nicaragua. Que su legado sirva como advertencia de lo que nunca más debe repetirse.